¡Desperta ferro! - Los almogávares

¡Desperta, ferro! fue el grito de guerra de una tropa peculiar del Reino de Aragón, los almogávares, hombres pendencieros y belicosos, con unas tácticas innovadoras que no tardaron en llevarles a la fama. Consiguieron llevar el estandarte de Aragón por todo el Mediterráneo, y su singular grito de guerra se escuchó desde Valencia hasta la lejana Atenas, en las muchas tropelías que, durante los siglos XII y XIII, protagonizaron este cuerpo de escaramuzadores.

El origen de su nombre parece estar en la palabra árabe al-mugawir, el que penetra en territorio enemigo, guerrillero que entra, golpea, saquea y escapa. Si bien hay varias teorías sobre el nacimiento de estos guerreros, la más aceptada nos cuenta que fueron gentes del Pirineo aragonés y catalán, donde serían contratados para la lucha. Se cree que vestían a la manera visigoda, lo cual hace que su origen pueda remontarse más aún en el tiempo. Los datos de la época, entremezclados con las leyendas y el saber popular, nos los presentan como soldados rudos, expertos supervivientes, que comían lo que pillaban, dormían sobre el terreno y asolaban las líneas enemigas sin dar a su rival la oportunidad de prepararse o intentar cualquier contraataque.

Su táctica, aunque no era muy compleja, resultó enormemente efectiva: se posicionaban a escasos metros del enemigo, lanzaban sus dardos y jabalinas; una vez agotado esto, cargaban con su lanza y, tras romperse, desenvainaban sus espadas cortas, siempre acompañados de sus singulares gritos de guerra, que les impulsaban a lanzarse contra las líneas enemigas.


Los almogávares portaban una vestimenta singular: empuñaban espadas cortas, cubrían sus piernas con pieles de animales y usaban unos yelmos muy peculiares, redecillas de hierro que cubrían su cabeza, sirviéndoles como distintivo.














Eran expertos en escaramuzas, saqueo y pillaje: atacaban rápidamente y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaban de vuelta en las líneas amigas, con unos centenares de muertos a sus espaldas y una jugosa recompensa en sus manos.

El rey Jaime I el Conquistador fue el primero en saber de ellos y contratarles para la conquista del Reino de Valencia. Sirviéndose de ellos, la campaña terminó en 1245, con la ocupación de la capital valenciana. Después, se dedicaron a custodiar las fronteras.

Su valentía y su arrojo en el combate les proporcionaron un éxito sin igual, pero también fueron su perdición. Tras la toma de Valencia, seis mil almogávares fueron instalados en Murcia. Pero su ansia de sangre y lucha hizo que en seguida entablaran combate con las tropas musulmanas e incluso con las castellanas. Entonces, el rey Jaime, para librarse del problema que podrían suponer, decidió trasladarles a Tierra Santa, donde las compañías aragonesas defendieron San Juan de Acre hasta que la ciudad, el último vestigio de lo que antes fueron los Estados latinos de Oriente, tuvo que ser evacuada ante la inminente derrota.

Tras ello, el rey Jaime se fijó en Sicilia: una isla en conflicto, una isla que luchaba contra los franceses, una isla, pensaba, fácil de dominar. Envió allí a los almogávares y, tras veinte años de lucha, en 1302 Sicilia, Córcega y Cerdeña pasaron a manos aragonesas.

Pero, ¿qué podían hacer ahora con aquellas compañías tan belicosas, cuyo ansia de guerra ardía inigualable en su corazón? ¿Traerlas de vuelta a la Península Ibérica y que causaran nuevos problemas? No. Por suerte para ellos, el emperador Antronico II de Bizancio había pedido ayuda contra el invasor turco, que amenazaba Constantinopla. Fueron puestos al mando de Roger de Flor, un personaje curioso, de origen italiano, un hombre ambicioso, aventurero y aguerrido, perfecto para dirigir a los guerrileros aragoneses. Pero no sólo fue elegido por esto: Roger, como templario que fue, encabezó la evacuación de San Juan de Acre, pero se decía que, aprovechando el caos, había robado a los templarios y a los cruzados. Fue expulsado de la Orden y vagó por tierras italianas como mercenario durante años. Allí fue cuando los almogávares se lo encontraron. Ambos, desheredados, desposeídos de aquello por lo que habían luchado, se unen para redimirse, y así Rogier de Flor fue nombrado Gran Capitán por estos belicosos soldados aragoneses.

Una vez reagrupados y bajo el mando de una cabeza visible, pusieron rumbo a Bizancio. Con sus tácticas, desconocidas para los turcos otomanos, y al grito de ¡Desperta, ferro!, los aragoneses y catalanes obtuvieron una victoria tras otra, implacables, sembrando el miedo en los corazones turcos y haciéndoles retroceder.

Rogier de Flor fue honrado por los bizantinos y nombrado César, un honor que llevaba cuatrocientos años sin otorgarse a nadie. Adquirió fama y fue aclamado por el pueblo griego, convirtiéndose en un símbolo de la lucha contra el sarraceno.

Pero esta fama no había pasado inadvertida para Miguel IX, el heredero al trono bizantino, que ansiaba ser tan reconocido como el capitán italiano. Esta envidia pronto se consumaría en una traición.

En 1305 Roger y sus principales lugartenientes fueron invitados, en Adrianápolis, a un gran banquete para celebrar las victorias y prepararse para la siguiente campaña. En plena fiesta, un jefe alano entró junto a su escolta y degolló brutalmente a Rogier y a sus compañeros.

Los almogávares, huérfanos sin su padre más querido, juraron vengar a su jefe. Estaban solos en tierra griega, pero eso no les impidió llevar a cabo la llamada Venganza catalana. Empezaron a asolar y saquear asentamientos de toda Grecia, sembrando el terror donde antes lo habían hecho los turcos. Parecían imparables. El grito ¡Desperta ferro! se extendía por todo el territorio bizantino, destrozando al imperio desde dentro. Finalmente, decidieron pasar a la defensiva y establecer un país independiente en el mismo centro de Grecia. Era el ducado de Neopatria, que incluía en sus límites a la mismísima Atenas. Y, para su sorpresa, nadie les atacó. Nadie quería saber nada de ellos.

Allí se establecieron, mezclándose con el paso de los años con la población griega, llevando una vida, por el momento, tranquila.

En 1377, Pedro IV de Aragón reivindicó su derecho a gobernar ese terreno en mitad de la misma Grecia, que el Imperio Bizantino aún no se había atrevido a reclamar.

Fue entonces cuando, en las mentes griegas más privilegiadas, surgió la idea del fuego griego. Descubrieron un material, el petróleo, al que llamaron nafta. Inflamable. Imparable. Toda una revelación para la época: un fuego que no se podía extinguir. No había manera humana de apagarlo, una vez arrojado sobre alguien seguía quemando y abrasando la carne del desdichado hasta su descomposición. Rociaron con él sus flechas y las lanzaron, ardiendo, en numerosas batallas contra los almogávares. Éstos vieron, con horror, cómo sus compañeros ardían hasta la muerte, sin que nadie pudiera sofocar ese fuego que calcinaba su cuerpo. Gracias a esto, los ducados de Atenas y Neopatria acabaron cayendo, y volvieron a las manos de sus antiguos dueños.


El fuego griego fue usado por el Imperio Bizantino desde finales del siglo XIII para defenderse de sus enemigos, tanto por tierra como por mar (especialmente de los turcos, aunque como hemos visto no fueron los únicos que lo sufrieron en sus carnes). Su composición sigue siendo un misterio, ya que la fórmula, celosamente guardada, cayó en el olvido junto con Constantinopla. Sin embargo, se cree que podría contener ingredientes como el petróleo, la cal viva o el azufre.







Esta es la historia de unos guerreros que, desheredados, destinados a una expulsión apátrida de la
Península por su problemático ansia de sangre, hicieron resonar su lema allá donde los vientos de guerra les guiaban, y llevaron el estandarte de Aragón por todo el Mediterráneo, de manera que no hubo costa, italiana ni griega, que no conociera ya su sangre guerrera, siempre con su icónico ¡Desperta, ferro! en sus labios.

Sin embargo, para ser imparciales y no caer en el subjetivismo, también hemos de recordar la violenta huella que dejaron estos hombres tan belicosos, especialmente en tierras griegas durante la venganza catalana. Tanto es así, que en tosco (dialecto del sur de Albania), la palabra katalan viene a significar monstruo, y aún hoy se usa la imagen de estos guerreros para asustar a los niños, como si fueran el Coco o el Hombre del saco, similar a lo que ocurrió en Flandes con el Duque de Alba.

En Párnaso se originó el refrán de huir de los turcos para caer en los catalanes, y en muchos lugares aún se menciona a los almogávares para maldecir o asustar, como Así te alcance la venganza de los catalanes.

Sin embargo, a pesar de su polémica sed de guerra, no cabe duda que fueron un grupo que, desheredados y expulsados de su tierra, se unieron y no dudaron en hacer frente a las circunstancias y enfrentarse a quienquiera que se pusiera en su camino, ya fueran turcos o bizantinos.


Comentarios

  1. Enhorabuena Héctor, un trabajo riguroso, bien documentado, con un estilo rápido y atractivo, didáctico... ¡Me encantará seguir "leyéndote"! BVI

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    1. ¡Muchas gracias! Me alegro mucho de que te esté gustando, me esforzaré para seguir estando a la altura y seguir trayendo diversos pasajes históricos. 'Y a mi también me encantará que me siguas "leyendo"! :)

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